Qué sabio es pedir a Dios y esperar en Dios para que las cosas se arreglen. Qué sabio es entenderlo y ponerlo en marcha, como lo hacía la Madre Cándida, como imagino que también se lo transmitiría a la Hijas de Jesús de la época y qué bueno es entenderlo y ponerlo en marcha también hoy.
Esperar en Dios para que se arreglen las cosas es confiar y aceptar, no es quedarse parado y esperar como los tontos. Dios nos quiere en marcha, con los pies cansados y las manos abiertas. Pero todos sabemos que, a pesar de todo, hay momentos o situaciones en la vida que nuestros pies y manos no son suficientes, que nuestra cabeza llega hasta donde llega. Y llegados a ese punto hay un camino abierto por Jesús de Nazaret que nos lleva a confiar en el Padre que siempre nos cuida. Ese camino tiene la oración como acceso directo para entender, para pedir.
¿Y qué pasa con nuestra cabeza cuando nuestras oraciones no tienen la respuesta que hemos pedido? Pues que nos hemos equivocado en el principio de todo. Hemos pedido lo que nosotros queríamos, sin comprender que no era lo mejor. Y nos hemos desesperado, incluso algunos se han alejado tanto que les cuesta encontrar de nuevo el camino. Y encima le hemos echado la culpa a Dios, en el colmo del disparate. Cuando esperamos en Dios para que se arreglen las cosas, tenemos que confiar por encima de nuestro querer y entender. Y Dios, como Padre que nunca nos abandona, busca siempre lo mejor, aunque esto llegue tarde, e incluso aunque llegue de otra forma. Los que tenemos algunos años no sabemos más de esto, pero sí sabemos de la experiencia de todo esto, de muchos casos que parecía que Dios estaba dormido ese día y unos años más tarde se encuentra el sentido de todo, vuelve la felicidad, vuelve la vida y la luz.
A falta de unas semanas para empezar el Adviento, la M. Cándida nos trae un pre-Adviento, un tiempo de espera y confianza, de oración sencilla y agradecida, de petición no impuesta. Es un buen entrenamiento previo. Vamos a ello con toda la ilusión y esperanza que brote de nuestro ser. Y dejemos a Dios hacer lo que sabe: ser Padre. Dejemos que la esperanza fluya dentro de nosotros como el agua fluye por el río.