Tras una larga espera de más de tres horas y un calor bastante considerable, este verano he tenido la oportunidad de estar en el pórtico de la gloria, un espacio acogedor, pero, sobre todo, un espacio posibilitador de encuentros. Seguramente que mucha gente que tuvo la oportunidad de acceder a este espacio sagrado no lo hiciera por motivaciones religiosas, es probable. Sin embargo, la atmósfera que se percibe al entrar, te envuelve y te dejas mirar por todos esos personajes que componen la escena. Entre todos, hay uno que destaca especialmente, el Pantocrátor. Éste, lejos de ser ese juez implacable que imparte justicia, te acoge con esa mirada tierna que te hace sentir en diálogo con él, escuchando de corazón a corazón ese mensaje universal que no pasa, el mensaje del amor.
El maestro Mateo expresó con los cánones artísticos de su época una experiencia honda de fe, una expresión de afecto que percibían los peregrinos que en su tiempo peregrinaban a Santiago. No era el románico un tipo de arte dado a expresar afectos y, sin embargo, esta figura se humaniza por esa expresión de acogida que no condena sino que cruza una mirada de honda ternura con quien se cruza con ella.Es probable que a lo largo de estos 9 siglos, muchos peregrinos hayan vivido esta experiencia espiritual de encuentro personal con este Jesús-Pantocrátor que invita a hacerse la pregunta de los primeros discípulos ¿Maestro, dónde vives? Y él, una vez más, nos dice: ven y verás, invitándonos a entrar en el templo.
Tal vez la gloria esté más cerca de lo que nos imaginamos y sean esos momentos en los que la belleza, la bondad y el bien coinciden en un hecho, en un espacio, en una persona y en un sentimiento. Es un instante en el que experimentamos la felicidad y la invitación a dar lo mejor de nosotros mismos, porque hay una presencia que nos habita y lo inunda todo.
María Rosa Espinosa, FI
@Rosaespfi