Últimamente he vivido una experiencia inesperada que me ha dado mucho que pensar y debo confesar que me ha vuelto un poco del revés.
Perdí el trabajo. Por sorpresa. Y eso me llevó a un tiempo extraño y desconocido hasta ahora en mi vida. Por lo pronto, después de muchos meses de trabajo intenso sin apenas descanso, tuve la oportunidad de parar, tomarme esas vacaciones que no había podido tener, ver a mi gente y recuperar fuerzas. Fue una bendición.
Pero tras los primeros días, me empezó a ocurrir algo raro. Cuanto más descansada iba estando físicamente, más cansada y sin fuerzas me sentía por dentro. Fue como si un cansancio hubiera tapado a otro, como si hubieran ido a diferente velocidad y me fueran llegando con retraso. Y junto a esa sensación, también iba creciendo la inquietud por seguir adelante y encontrar otro trabajo. Me acordé mucho de tantas personas en esa situación…
Sentía que tenía que descansar pero a la vez tenía que seguir con lo que fuera, con las búsquedas, el currículum, la espera de respuesta, las inseguridades, las dudas de futuro… Nunca antes había pasado por eso: necesitar a la vez descansar y moverme.
Vivencialmente la verdad es que ha sido una experiencia poco agradable, pero si soy sincera, a la vez muy interesante en cuanto a aprendizaje. Y con mucho sentido para mí en este tiempo concreto.
Cambia mucho sentir en medio de estos meses de pandemia, que junto con la las dificultades y fragilidad de los que te rodean (compañeros, familiares, hermanas de congregación…), también está el propio agotamiento físico, psicológico, emocional…
Experimentar que una no puede con todo, que la flojera y el desánimo no es algo que les ocurra solo a los demás, aunque es evidente, sorprende cuando se vive en propia carne. Y a la vez me hace sentir más cerca de los otros, más como todo el mundo. No es que me creyera invulnerable. Pero las cosas parece que no existan de verdad hasta que una las experimenta de cerca.
A veces (casi siempre) ser médico es estupendo. Pero tiene el riesgo de creer (sobre todo los primeros años), que las enfermedades les pasan solo a los demás, a los pacientes; a los del otro lado de la mesa de la consulta.
Con esto siento que es algo parecido. Nos sentimos fuertes, sanos, capaces y con el deber y la llamada de sostener a los demás. Y no es que eso no sea verdad. Pero no es toda la verdad. En este tiempo voy experimentando que en la vida no hay mesa que separe un lado y otro. Que todos somos también débiles y necesitamos ser sostenidos. Que tenemos “permiso” para cansarnos. Y que eso no nos quita en absoluto capacidad para acompañar a otros, sino que nos permite hacerlo desde una mayor cercanía. Sin juicios, frases hechas o consejos en lata.
¿Y si en el fondo, como Hijas de Jesús, y como creyentes, estamos invitadas a esta pobreza? ¿Y si una vida fecunda tiene menos que ver con el trabajo concreto que desempeñamos o las capacidades que tenemos, y más con lo cerca que somos capaces de sentirnos del hermano?
Desde ahí, este Adviento me invita de manera especial a acogerme en esa nueva vulnerabilidad descubierta, que aunque no haya sido buscada (ni deseada), me está haciendo bien, y siento que me hace más hermana de los otros, extrañamente cómplice de esa parte frágil que todos preferiríamos no tener.
Esa parte que Dios mismo, misteriosamente, quiso elegir vivir.
Esther Sanz, FI