Ir a casa de doña Lucía siempre es motivo de alegría.
Los rayos del sol de otoño en el jardín que hace tan acogedor el cenador; el olor a bizcocho recién hecho; el pasillo con vidrieras lleno de plantas; cada estancia decorada con un gusto exquisito; la blanca cocina con la única explosión de color del ramo de flores frescas en la mesa…
Doña Lucía es la anfitriona perfecta. Es capaz de darle a su hogar el matiz necesario para que cada invitado nos sintamos relajados, con el espíritu abierto a acoger y la presencia tranquila para demorar la despedida. Y es que doña Lucía sabe cuidar los detalles. Esos detalles que hacen que donde vayas, lo que te rodee, lo que respires, te haga sentir en casa.
Su salón está presidido por un gran piano de cola color negro. El primer día que lo vi me quedé maravillada. Sentí que me hablaba dándome la bienvenida, casi esbozando una sonrisa en su teclado. Pedales dorados bien firmes para marcar el sonido perfecto, el asiento milimétricamente colocado para permitir la postura idónea. La partitura abierta en la melodía adecuada al día.
Y, cada vez que visito el hogar de doña Lucía, echo una ojeada al salón a ver si el piano me espera. Y ¡¡¡sí!!! Me espera. ¡¡¡Y me llama!!! Y me demoro un rato en el salón mientras doña Lucía atraviesa tranquila el pasillo. No puedo dejar de acariciar la suave madera que le da forma, agradeciéndole estar ahí. ¿Y sabéis qué? Me devuelve la caricia. Y su caricia me transforma. Relaja mi rostro. Esbozo una sonrisa. Respiro tranquila y camino lento, levantando el pie del acelerador de la vida. Y es que cada detalle del piano de cola del salón de doña Lucía parece hecho para mí. O no. Quizás solo soy yo que acojo sus detalles, que valoro que esté ahí siempre, acompañándome y dando confianza a mi vida.
Raquel Criado Allés
@raquelraquela
Stella Maris