La Biblia cristiana nos relata la historia de dos hombres, Pedro y Cornelio, con creencias religiosas y culturas completamente diferentes, que al encontrarse descubrieron que Dios les tenía preparado un destino común que ninguno de los dos había comprendido antes. Aprendieron que el Espíritu Santo derriba muros y une a aquellos que piensan que no tienen nada en común.
Mujeres, hombres y niños de todo el mundo se ven obligados a abandonar sus hogares por la violencia, la persecución, los desastres naturales y los provocados por el hombre, el hambre y muchos otros factores. Su deseo por escapar al sufrimiento es más fuerte que las barreras que se alzan bloqueando su camino. La oposición de algunos países a la migración de los desplazados forzosos no podrá impedir que aquellos que padecen un sufrimiento insoportable abandonen sus hogares.
Los países ricos no pueden eludir su responsabilidad por las heridas que han infligido al planeta – desastres medioambientales, comercio de armas, desigualdad en el desarrollo – y que son las que provocan la migración forzosa y el tráfico de personas. Aunque la llegada de los migrantes a los países desarrollados puede suponer ciertamente un reto real e importante, también puede ofrecer una oportunidad para el cambio y la apertura. El Papa Francisco nos plantea esta pregunta: “¿Qué podemos hacer para ver estos cambios no como obstáculos para el verdadero desarrollo, sino como oportunidades para un genuino crecimiento humano, social y espiritual?”. Las sociedades que encuentran el coraje y la visión de futuro necesarios para superar el miedo a los extranjeros y los migrantes descubren muy rápido la riqueza que traen y que siempre han traído consigo.
Si, como familia humana que somos, insistimos en ver a los refugiados solamente como una carga, nos estamos privando de oportunidades de solidaridad, que son siempre oportunidades de aprendizaje, de enriquecimiento y crecimiento mutuo.
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