Carta nº 376 Septiembre 1909
Esta es una perla muy especial para mí, porque hace muchos meses, haciendo un recorrido por el segundo tomo de las cartas, llegué a la 376 y, en lápiz, escribí: “Quedan 100 cartas”. Ha sido una sorpresa y una alegría ver esta anotación y recordar el camino recorrido y ver el que, si Dios quiere, queda por recorrer.
Además, aprovecho la perla para, como hizo la Madre Cándida, saludar a los que la leen todos los lunes y también a los que la leen de vez en cuando. Me llegan los comentarios y las noticias y doy gracias a Dios por ello. Es una buena ocasión para enviar un abrazo lleno de todo lo mejor que sé enviar, a todos los que formamos esta gran familia. No me atrevo a la bendición que hace la Madre Cándida, pero si me atrevo a compartir que sois una razón más para seguir en esta aventura, una razón más que me anima a seguir descubriendo esas perlas escondidas y traerlas al siglo XXI para intentar, cada vez, ser mejores personas, siguiendo las palabras de la Madre Cándida y acercándome con todo mi respeto a su sentir, a cuál sería su sentir hoy.
Por eso, es una perla especial que me ha hecho hacer una parada para pensar, para agradecer, para compartir. Una perla que habla de amor y santidad, dos palabras que estaban muchísimas veces en la boca de la Madre Cándida. Una perla especial que me recuerda, en este momento, la parábola del trigo de Ignacio Larrañaga, un hombre cuya forma paciente de mirar la realidad ha transformado muchos corazones:
“Hoy siembras un extenso trigal en el campo. Vuelves a la semana siguiente y no se ve nada: parece que el trigo murió debajo de la tierra. Vuelves a las dos semanas y todo sigue igual: el trigo sigue sepultado en el silencio de la muerte. Retornarás a las cuatro semanas y observarás con emoción que el trigal, verde y tierno, emergió tímidamente sobre la tierra. Llega el invierno y caen toneladas de nieve sobre el trigal recién nacido que, aplastado por el enorme peso, sobrevive, persevera. Vienen las terribles heladas capaces de quemar toda vida. El trigal no puede crecer, ni siquiera respirar. Simplemente se agarra obstinadamente a la vida entre vientos y tempestades para sobrevivir. Asoma la primavera y el trigal comienza a escalar la vida lenta firmemente. Apenas se nota diferencia entre un mes y otro; parece que no crece. Cuando vuelves unos meses más tarde, con tus asombrados ojos te encontrarás con el espectáculo conmovedor de un inmenso trigal dorado, ondulado suavemente por la brisa.
¿De dónde viene esta maravilla? De las noches horribles del invierno. Por haber sobrevivido con una obstinada perseverancia en las largas noches de invierno, hoy tenemos este espectáculo. No hay nada más.
Cuando llegue la hora en que parezca que, en lugar de adelantar, retrocedes, mantente en pie, sobrevive, persevera como el trigal. Cuando la helada de la aridez o la niebla del tedio penetren hasta los huesos, persevera con una ardiente paciencia: en tus firmamentos habrá estrellas y en tus campos espigas doradas”.
Para que haya estrellas y campos de espigas doradas hay que perseverar y, cuando no encontremos razones para perseverar, miremos las estrellas y descubramos quien las ha puesto para nosotros.
Me quedan 100 peldaños por subir, 100 pasos que recorrer. Y a la vez me quedan más de 100 razones para hacerlo.