Es mediodía en Nueva York, un 11 de septiembre, fecha de infausto recuerdo para la ciudad. En la azotea del hotel New York Palace, planta 54 de un rascacielos ubicado en la Madison Avenue, recibe a EL PAÍS el reciente ganador del US Open, Rafael Nadal (Manacor, 31 años). Espera sobre un sofá con chaise longue, relajado, en pantalón corto y con relativo agotamiento después de otras dos semanas de máxima intensidad. La conversación transcurre ante la mirada de su responsable de prensa, Benito Pérez-Barbadillo, de su agente, Carlos Costa, y del jefe de comunicación de la ATP, Nicola Arzani. El campeón, ya con 16 grandes en el bolsillo, transmite paz después del trabajo bien hecho.
Pregunta. ¿Es usted de carne y hueso?
Respuesta. ¿Por? Evidentemente sí. Ha sido una temporada importante y las cosas han salido verdaderamente bien desde el primer punto que jugué, en Abu Dabi, así que estoy muy feliz por todo. Ayer [por la final del domingo] se consiguió algo más importante para mi carrera, de modo que estoy muy feliz y muy agradecido por todo.
P. Otro éxito de Nadal y automáticamente se dispara la euforia, pero enseguida pone los pies en el suelo. ¿Por qué relativiza tanto el éxito?
R. Yo me expreso de la manera en que lo vivo todo. Así como se disparan los elogios cuando las cosas van bien, normalmente, en la otra dirección ocurre lo mismo. He dicho muchas veces que yo no soy de los que cuando las cosas van mal sea partidario de criticar mucho a la gente, ni de cuando van bien elogiar mucho a las personas.