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El ruido de los prejuicios

Mientras abría mi cartera para guardar el DNI y el pasaporte recién hechos, aun calentitos y listos para iniciar con ellos otros diez años de trajinar por lugares en los que necesitaré identificarme como ciudadana española, el recuerdo de mis casi 17 años de vida en este país pasó por mi cabeza y se depositó en forma de mariposas, aleteando en mi estómago.

Con estos dos documentos que abren puertas y otorgan derechos de manera automática, salí de la comisaría pensando en que la tranquilidad por considerarme “legal”, contrasta de manera insultante con la incalculable cifra de vidas sacrificadas para conseguir esos mismos papeles que yo obtuve sin ningún impedimento; como insultante también resulta que, dependiendo de la mano que sostenga esos “papeles”, una parte de la sociedad ve a la otra de manera distorsionada, sospechosa, amenazante y, en muchos casos, ni tan siquiera la ve.

Las razones

Dentro de las numerosas razones de migración del ser humano, la mía se clasifica en el apartado más pequeño de la tarta que mide los movimientos demográficos en el mundo, esa que por dispar los expertos en estadística no saben cómo llamar y a falta de clasificación la titulan como “otras”. Yo llegué a España por total curiosidad, el amor hizo que me estableciera temporalmente y una gran dosis de arrojo y valentía me empujó a tomar la decisión de quedarme en Madrid y hacer de esta ciudad mi rincón favorito para habitar el planeta.

Aunque si bien es cierto he corrido con mucha suerte y el balance, mírelo por donde lo mire siempre me muestra saldo a favor, a lo largo de estos años no han faltado los momentos en que alguien, de alguna forma, me ha recordado mi condición de extranjera, de inmigrante y, por supuesto, de colombiana. Gracias a que no he perdido mi marcado acento bogotano, creo que mientras exista la discriminación según el punto geográfico en que hayamos sido paridos, mi forma de hablar será siempre esa línea invisible, pero presente de manera constante, en la forma en cómo en determinados momentos y espacios se me mire y valore.

Continúa leyendo el artículo de Luz Bibiana Pineda en El País