Carta nº 333 Abril 1907
“Yo, por mi parte, lo hago con oraciones”
Cada uno ayuda con lo que puede y quiere, como cada uno responde o se compromete con lo que puede y quiere. Pero tenemos una herramienta gratuita, que no necesita descargas, ni ocupa espacio en el disco duro de nuestra vida y que además es poco utilizada: la oración. Tenemos la oración.
Hay veces, momentos, que es bueno actualizar la forma de hacer oración, pero sin perder el sabor de lo original, de lo transmitido, de lo auténtico y, sobre todo, de lo sencillo. Y esto se ha ido realizando en la historia de la Iglesia constantemente. Es signo de vitalidad, de vida, de personas que tienen corazón y sienten de formas determinadas.
Hay ocasiones en la vida donde las palabras se quedan sin sentido, donde simplemente no hay palabras para explicar ciertos acontecimientos, donde el dolor puede con el pensamiento, y es ahí donde la oración adquiere todo su valor, donde, sin decir nada, podemos decir mucho. Es en ese momento donde te acuerdas de esos amigos y pides por ellos, por sus heridas, por esas cicatrices que parecen insalvables y tú sabes que, con la ayuda de Dios, se curarán, pides porque vuelvan a recuperar la sonrisa, porque sabes que la vida vuelve a dar otras oportunidades, y pides, y vuelves a pedir, y te quedas ahí porque no hay más. Pero te quedas en ese punto de confiar y esperanza, ese punto donde Dios hace.
También hay ocasiones como la que le ocurrió a la M. Cándida. Momentos de agradecimiento enorme y no sabes cómo decirlo. Y es cuando vuelves a pedir a Dios por esos amigos. Pedimos y agradecemos por no estar solos y por saber con exacta seguridad que esas oraciones llegan y tienen fruto. Cuando alguien nos pregunta por esa seguridad, me gustaría explicarle las ocasiones donde lo he visto y sentido, pero quizá es mejor acudir al evangelio de Lucas y acercarnos a ese capítulo 20 donde nos da la clave de esto que comentamos: Oramos a un Dios de vivos, no a un Dios de muertos.
Sigamos en este mes de noviembre orando por aquello que sintamos, busquemos esos momentos de intimidad donde podamos elevar nuestras vidas al Dios de vivos y decirle, contarle, todo aquello que nos brote, sea lo que sea. Y que nadie nos quite el valor de la oración. Os dejo con una que encontré en un librito de Carlos Díaz:
Que el sol brille templado sobre vuestros rostros.
Que la lluvia caiga suave sobre vuestros campos.
Que el viento sople siempre a vuestra espalda.
Y, hasta que volvamos a encontrarnos,
que Dios os guarde en la palma de su mano.