En estos días, en México, hay desatadas polémicas y convocatorias para manifestarse por la iniciativa de ley sobre matrimonios igualitarios. Considero respetable expresar los propios puntos de vista, a favor o en contra, sobre lo que se considere importante. Sin embargo, como colectivos católicos, me parece que en lugar de poner tanta atención en la moralidad de lo que sucede en la cama, por poner un ejemplo, deberíamos de preocuparnos más por lo que sucede en la mesa.
La mesa es ese espacio donde Jesús se reunía con sus amistades, donde compartía el pan y donde todos se sentían parte de una gran familia. También, en los Evangelios, nos encontramos que a Jesús se le removían las entrañas ante el hambre de los demás: “Siento compasión de esta gente, porque ya hace tres días que están aquí conmigo y no tienen nada que comer” (Marcos 8, 2). A Jesús le preocupó el dolor y el sufrimiento que padecían sus contemporáneos. Por eso salía al encuentro de los marginados, excluidos (leprosos) y de los más débiles (huérfanos, viudas, pobres, extranjeros y prostitutas). Así, su vida y su mensaje fueron buenas noticias para la gente que estaba a su alrededor.
Ser católico no es fácil. Ser católico no se reduce a portar un escapulario, ir a misa o tener un acta de bautizo (diría Kierkegaard). La Verdad no consiste en un concepto o en un conjunto de reglas, sino en una persona: Jesús.