En la cruxifixión de Jesús Dios calló, no respondió al doloroso «porqué» de Jesús (Mt 27,46; Mc 15,33) y no intervino para salvarlo. El Juez supremo no hizo justicia al inocente. En realidad, el Padre, callando, renuncia a salvar a su Hijo con tal de no declarar culpables a los que lo han condenado. Aquel silencio divino no fue debilidad, ni impotencia, sino un silencio revelador del amor divino, infinitamente más grande y más fuerte que la violencia, la injusticia y el pecado de los hombres. Con su silencio Dios reveló el sentido de su justicia, que es misericordia y salvación para la humanidad.
La resurrección de Jesús es el fulgor de una «palabra» dicha por Dios en la muerte, desde el silencio y en el silencio, la última y definitiva palabra de Dios acerca de la historia y de cada ser humano, la palabra profética de un «cielo nuevo y una tierra nueva» (Ap 21,1). Cristo Resucitado es la palabra que vence todos los silencios mortales de la humanidad. El silencio de la cruz se ha vuelto así buena noticia para todos los que viven sometidos a la esclavitud, atemorizados ante el silencio de la muerte (Hb 2,15) y para quienes como Jesús viven y mueren al margen de la historia, silenciados por el mundo y aparentemente abandonados por Dios.