Mírate a ti mismo. Mírate con dulzura. Mejor aún: siente la dulzura con la que Dios te contempla. Y adéntrate en tu historia. Pregúntate con qué gestos has sido amado: quién te enseñó a caminar; quién derramó una lágrima cuando pronunciaste tu primera palabra; quién te cuidó a través de límites; quiénes se reconocieron como tus amigos. Deja que los rostros aparezcan y déjate abrazar por los recuerdos.
Luego, sintiendo tanto amor recibido, abre la puerta de tu habitación y sal fuera regalando gestos: ten tiempo y paciencia para enseñar a caminar y proteger de las caídas; deja que tu corazón se conmueva cuando escuches la palabra de otro; ama también poniendo límites; ofrécete como pan para ser alimento de los demás.
Nuestra capacidad de amar no es sino una respuesta: amamos porque fuimos amados primero. Alguien nos precede y enseña cómo hacerlo. En alguien depositaremos lo que hemos recibido.