Una vez estaba Jesús rodeado de mucha gente, y de hecho lo apretujaban…
Había allí una mujer que padecía flujos de sangre desde hacía doce años. Muchos médicos le habían sometido a todo tipo de tratamientos y se había gastado en eso todo lo que tenía. Pero en lugar de mejorar se había puesto peor. Oyó hablar de Jesús y, acercándose por detrás, entre la gente, le tocó el manto, pensando que con solo tocarle el vestido curaría. Inmediatamente se secó la fuente de sus hemorragias y notó que su cuerpo estaba curado. Jesús, notando que había salido una fuerza de él, se volvió en seguida, en medio de la gente, preguntando: ¿Quién me ha tocado el manto?
Posiblemente nosotros responderíamos como los apóstoles: “Jesús, todo el mundo te está apretujando, ¿y tú preguntas quién te ha tocado?”. Y es que a veces nos quedamos en la superficie, en lo obvio, en lo práctico, en lo evidente, en nuestra perspectiva… y olvidamos que el evangelio baja a lo profundo, al sentido verdadero, a la realidad honda de cada persona y de cada situación, a lo que de verdad importa.
Y lo que importa es que aquella mujer, a quien “le habían sometido a todo tipo de tratamientos” para curarse, se cura porque toca a Jesús, porque toca tan solo su manto. Y lo que importa es que Jesús nota que una fuerza salió de él.
Y es que es cierto que los abrazos curan… y que sostener una mano en el hospital sana… y que un beso de una madre en la frente hace que la fiebre baje… y que una caricia en la cara alivia, y que reposar la cabeza en el hombro descansa…
¿No será que Jesús nos muestra el camino para hacer milagros cotidianos?
Beatriz Neff