“-Todo esto que me cuentas que estás viviendo y que tanto te pesa… ¿con quién lo hablas?
-(Silencio) Con nadie.”
Tenía ganas de escribir algo alegre para compartir que tras un tiempo largo, vuelvo a trabajar de médico de familia: lo que supone para mí el ir aunando mi vocación religiosa y sanitaria, las anécdotas de mi torpeza con el programa informático, los nervios de empezar en un lugar nuevo…
Pero la verdad, esta tarde, siento que lo que me sale es hablar de esa conversación que viví hace unos días en la consulta, y que me impresionó profundamente. Cuánta soledad transmitida en dos palabras. Cuánto de cruz, (llámese enfermedad, problema de relación, miedo a la muerte… -en el fondo el nombre no importa tanto) arrastrada en silencio y sin ayuda.
La sorpresa de su rostro ante la pregunta me hizo ver que debe ser más frecuente de lo que creía que una persona no tenga a nadie para hablar en profundidad. Y a la vez me cuestionó personalmente: ¿Qué haría yo si no tuviera con quién compartir mis penas y preocupaciones, si no tuviera a aquellos que me escuchan y sostienen? ¿Qué persona sería? ¿Agradezco lo suficiente su presencia e mi vida? ¿Valoro la fe que me hace saberme hija y hermana, pase lo que pase, querida, acogida, sostenida?
Y por otra parte, me lleva a preguntarme: ¿A quién escucho o sostengo yo en mi día a día? ¿A quién me envía Dios? ¿Me pongo “a tiro” de esa escucha, como Jesús,… o mis tareas –siempre importantes y urgentes- me impiden ofrecer mi tiempo (y mi persona) gratis y sin prisas?
Tenemos la llamada y la responsabilidad de cuidarnos unos a otros. Siento que es urgente tejer despacio relaciones cotidianas en las que el otro se sienta acogido, alentado, escuchado,… en casa.
Por Esther Sanz FI