VIERNES SANTO
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DOMINGO DE RESURRECCIÓN
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SÁBADO SANTO

El sábado Santo, es el día del silencio: la comunidad cristiana vela junto al sepulcro. Callan las campanas y los instrumentos. Se ensaya el aleluya, como un susurro de esperanza. Es día para profundizar. Para contemplar. El altar está despojado. El sagrario, abierto y vacío.

La Cruz sigue entronizada desde ayer. Central, iluminada, con un paño rojo, con un laurel de victoria. Dios ha muerto. Ha querido vencer con su propio dolor el mal de la humanidad.

Es el día de la ausencia. Jesús nos ha sido arrebatado. Día de dolor, de reposo, de esperanza, de soledad. El mismo Cristo está callado. Él, que es el Verbo, la Palabra, está callado. Después de su último grito de la cruz «¿por qué me has abandonado»?- ahora él calla en el sepulcro. Descansa: «todo se ha cumplido».

Pero este silencio se puede llamar plenitud de la palabra. El anonadamiento, es elocuente: «resplandece el misterio de la Cruz.»

El sábado es el día en que experimentamos el vacío. Si la fe, ungida de esperanza, no viera el horizonte último de esta realidad, caeríamos en el desaliento: «nosotros esperábamos… «, decían los discípulos de Emaús.

Es un día de meditación y silencio.  Este día acogemos en nuestro corazón una gran lección, Cristo está en el sepulcro, ha bajado al lugar de los muertos, a lo más profundo a donde puede bajar una persona. Y junto a Él, como su Madre María, está la Iglesia, cada cristiano que confía en el triunfo de Jesús sobre la muerte.  Nos colocamos junto a María, a acompañar su dolor. En silencio acogemos el misterio de la muerte y de la vida.