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DOMINGO DE RESURRECCIÓN

El sepulcro vacío y la ausencia del cadáver del Maestro… no demuestran nada. Los primeros incrédulos en creer que el Señor estaba vivo fueron los propios discípulos. Lo que les contasen las mujeres u otros testigos… no era suficiente. La fe no es creer lo que otros han vivido, o nos han contado, sino tener nuestra PROPIA EXPERIENCIA PERSONAL, habernos encontrado con él, experimentar que está vivo y me salva. Este el centro de nuestra fe. 

La resurrección de Jesús significa que sólo una vida planteada, vivida y entregada desde el amor… tiene sentido, es más poderosa que la muerte.  Y, por tanto, no es indiferente cómo sea el estilo de vida personal de cada uno. Hay vidas que se «pierden», se desperdician, se condenan. Y otras que están en las manos de Dios, Señor de la Historia y de la Vida, para ser llevadas a la plenitud («Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu»).

Es llamativo que el Resucitado elija a unas mujeres para su primera aparición. Las mujeres, que en aquella época de la sociedad judía, no pintaban nada, no contaban para nada, pero tenían el corazón preparado para reconocerlo. Por una parte, querían a Jesús con toda su alma. Tanto, que se pusieron en camino sin preocuparse de pedir que las acompañara algún hombre para retirar la enorme piedra a la entrada del sepulcro. Y, por otra, no tienen miedo de dar la cara, de que otros se enteren de que ellas sí le conocían, que sí habían estado con él, y, a pesar de estar muerto y haber sido despreciado, siguen queriéndole. 

La losa

Estalló desde dentro
la vida.
No había losa
capaz de resistir
la pujanza
de un amor
inmortal.
La tristeza
aún no lo sabía,
pero había perdido la batalla.
El dolor alumbró
la fiesta.
El llanto fue antesala
del abrazo jubiloso.
Los mercaderes
de odio
estaban arruinados.
Dios reía.
Y nosotros,
empezamos
a comprender.

(José María R. Olaizola, sj)