Hace unos días en clase, el profesor JuanMa Alarcón nos hablaba de la importancia, cuando acompañamos procesos de enfermedad y muerte, de ser nosotros mismos un recurso para los pacientes, cuando parece que todo lo demás ya no sirve. Hablaba de no centrarnos en las carencias (del sistema o personales), sino en lo que sí podemos hacer: “Si me encuentras desangrándome solo en medio del bosque, sin posibilidad de pedir ayuda o conseguir material, no me digas lo que no tienes. Dime qué puedes ofrecerme, aunque solo sea quedarte a mi lado y no soltarme”
Esa imagen me viene acompañando desde entonces. Siento que acoger la Navidad va un poco de eso. Jesús no nació en un pesebre por lo que no había en él… sino por lo que sí había. María y José encontraron allí poco, casi nada, pero lo suficiente: estaba abierto (aunque lleno de corrientes), con algo de calor (aunque fuera de los animales) y ofrecía resguardo en una noche fría (aunque el lugar fuera oscuro y sucio).
¿Por qué si Jesús no se centró en lo que faltaba (higiene, confort, orden…) yo sí lo hago? ¿Por qué dejo que aquello que no tengo, o que no sé, o que no soy, determine mi acogida, mi apertura al Dios que llega?
Él dejó claro desde su nacimiento qué venía a hacer, cómo elegía vivir y con quién:
Vino a quedarse.
Con nosotros.
Donde estemos.
Como estemos.
“No temas Sion, no desfallezcan tus manos. El Señor tu Dios, en medio de ti es un guerrero que salva. Él se goza y se complace en ti, te ama y se alegra con júbilo como en día de fiesta” So 3, 16b-17
Solo pide que le dejemos entrar.