Según Lucas, Jesús dirige la parábola del fariseo y el publicano a algunos que presumen de ser justos ante Dios y desprecian a los demás. Los dos protagonistas que suben al templo a orar representan dos actitudes religiosas contrapuestas e irreconciliables. Pero, ¿cuál es la postura justa y acertada ante Dios? Ésta es la pregunta de fondo.
El fariseo es un observante escrupuloso de la ley y un practicante fiel de su religión. Se siente seguro en el templo. Ora de pie y con la cabeza erguida. Su oración es la más hermosa: una plegaria de alabanza y acción de gracias a Dios. Pero no le da gracias por su grandeza, su bondad o misericordia, sino por lo bueno y grande que es él mismo.
En seguida se observa algo falso en esta oración. Más que orar, este hombre se contempla a sí mismo. Se cuenta su propia historia llena de méritos. Necesita sentirse en regla ante Dios y exhibirse como superior a los demás.
Este hombre no sabe lo que es orar. No reconoce la grandeza misteriosa de Dios ni confiesa su propia pequeñez. Buscar a Dios para enumerar ante él nuestras buenas obras y despreciar a los demás es de imbéciles. Tras su aparente piedad se esconde una oración «atea». Este hombre no necesita a Dios. No le pide nada. Se basta a sí mismo.