Llevo un mes en mi nueva casa y cuando entré en la capilla por primera vez vi varios rosarios colgados del respaldo de las sillas. Lo primero que pensé: «tengo que mirar en qué silla me siento para no estar incómoda con el rosario en la espalda.»
Quien me conoce sabe que yo los recogería y estaría cada uno en su cajita, ¡mente cuadriculada! (estoy segura de que algunas al leerme acaban de reírse).
Con el revuelo de principio de curso y el no tener aún un horario fijo, decidí dejar la oración para la tarde, pues con el calor no se podía salir…
Me iba con “mis cosas” a la Capilla, y todos los días, una hermana de casa llegaba y con mucha soltura cogía uno de los rosarios. Puedo decir que tenía la medida cogida de dónde está. Con un sutil movimiento ya lo tenía en su mano.
Yo la miraba de reojo, y como si no hubiese otra cosa más importante en el mundo, cerraba sus ojos y a rezar.
¡Cuántas tardes he dejado de rezar yo para observarla!, con su debilidad física, tarde tras tarde, llega con gesto agotado, deja su bastón y ahí está con María, compartiendo, dejándose hacer… ¡Eso ya me ayudaba!
Ahora, cada vez que entro a la Capilla busco el rosario, me da paz, y me gusta verlo. Me doy cuenta de cuántos detalles me pueden ayudar cuando los observo con detenimiento, sin prejuzgar, dejando que entren en mi vida… ¡cómo se puede vivir día a día, buscando lo positivo de los demás!
Gemma Torres, FI