Pues sí.
Brotan jazmines blancos en esta jungla de asfalto que estamos haciendo de esta, nuestra sociedad: guerra en Ucrania… y cualquier otra guerra que no tiene «consecuencias» económicas y sociales que nos atañen. Sin derecho a cuota televisiva por tanto.
O el covid pandémico todavía sin ser domeñado totalmente.
Aquel dichoso murciélago que tanto ha supuesto a las multinacionales farmacológicas, que no llegaron a tiempo para evitar tanta mortandad.
¡Y tantas zonas geográficas, todavía sin vacunar!
Además, parece que se alían fuerzas que nos acechan: el volcán a nuestros palmeros, o las zonas de hambruna sistémica, o esa energía que cada vez cuesta más, o esos carburantes que se hacen imposibles para el trabajo de tantos autónomos que no tienen otro recurso que echarse a la calle y gritar para reivindicar sus derechos, o la lucha política, asalto al poder, o la penuria en puestos de trabajo…
O el mal que nuestro egoísmo incide, cuando nos olvidamos que somos hermanos. Dentelladas de violencia, diferencias abismales de renta per cápita a costa del sudor y sangre de los más vulnerables…
¡Para qué seguir enumerando, si lo palpamos, si lo sufrimos cada día, aquí o allá… de esta o aquella forma!
Pues sí. A pesar de toda esta jungla…
¡Brotan jazmines en ese asfalto pétreo, carente de ese «humus» cálido que arrope y albergue la vida!
Jazmines blancos que desprenden suave olor al desplegar su blanca corola de cinco pétalos abiertos.
Ese matrimonio joven que espera ilusionado su primer hijo, anhelante por ver la primera ecografía que la comparten felices con la gran familia de ambos y amistades.
O ese otro, mayores ya, que no necesitan más que estar juntos. A lo más, darse la mano, para apurar felices el tramo, corto ya, que les queda…
O esa familia que se reúne feliz de encontrarse a pesar de sus problemas…
Y ese bebé, que risueño, patalea feliz mostrando sus primeros dientes y nos emboba.
O ese despertar joven al amor primero.
Y esos brotes verdes de solidaridad de personas que se agarran el coche, miles de kilómetros, y con mínima logística, se plantan en Polonia y países aledaños a Ucrania para traerse refugiados: ancianos, niños, familias enteras… acogidos entre nosotros. Una aventura. Sin medir riesgos. Nobleza de corazón que nos reconforta con la naturaleza humana.
Y ese voluntariado comprometido allá donde se necesite.
Y esos «ángeles sin alas» , velando enfermos, acompañando ancianos, acogiendo madres gestantes en dificultades, niños abandonados o necesitados de acogida temporal o dilatada…
Todos hemos sentido ese aroma de solidaridad, de fraternidad.
Y hay que «olerlo» y comentarlo.
Para que despertemos de ese sopor nuestro perezoso. Que a veces solo se nos queda en un débil lamento estéril.
Hay gente comprometida que se bate el cobre diariamente, en ayuda eficaz por los demás. Sin más.
Lo que sucede es que el bien pasa desapercibido. Y hay que destaparlo.
Para que nos sacuda de esta nuestra anestesia comodona y nos inyecte adrenalina solidaria, fraterna; un fuerte subidón, que lo necesitamos.
«Conmigo lo hicisteis», dice Jesús.
Y aunque no fuera más que por solidaridad humana, merece la pena pasar por la vida, haciendo el bien.
Teresa Zugazabeitia FI