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Gestos pequeños para personas grandes – por Fernando Millán

Hace unos días he tenido el gustazo de leer Mi conversión de Dorothy Day, uno de esos libros que uno tiene en la lista de espera, con ganas de “hincarle el diente” cuanto antes. Me ha fascinado la aventura espiritual de esta mujer: activista comprometida con la difícil situación de los obreros en los Estados Unidos del primer tercio del siglo XX, sindicalista imbuida de la filosofía marxista, y periodista que trabajó en muy diversos medios de su época. Sin perder ni un ápice de su profunda conciencia social, fue acercándose paulatinamente a la fe con sinceridad, con generosidad, con emoción. Y la fe la “reenvió” a los pobres con mayor sensibilidad si cabe. Frente al prejuicio marxista del que ella misma había participado, la fe no fue “opio”, sino acicate y estímulo en la lucha por los derechos de los más necesitados.

En algunos momentos, su biografía (su itinerario espiritual) recuerda al de otras grandes mujeres que han sido fundamentales en la historia espiritual del siglo XX: Teresa de Lisieux (que aunque muere en el XIX, marca decisivamente la espiritualidad del siglo siguiente), Ana Frank, Simone Weil, Hannah Arendt, Adrienne von Speyr, Gertrud von Le Fort… y tantas otras. Pero, al menos en algunos puntos, a quien me ha recordado más es a Edith Stein, la filósofa judía que también descubrió la fe a través de lecturas filosóficas, del encanto de la liturgia y del encuentro con Santa Teresa. Las dos se muestran muy serias (e incluso rígidas) con el horario y el aprovechamiento del tiempo; ambas fueron voluntarias de la Cruz Roja en la primera Guerra Mundial y ambas fueron mujeres fuertes, hondas, receptivas, valientes y buscadoras en la maraña espiritual y cultural de su tiempo. Su periplo concluyó en el catolicismo, aunque las dos provenían de tradiciones religiosas muy diferentes, y las dos pasaron por la pérdida de la fe y la frialdad religiosa.