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El camino que lleva a los jóvenes a Dios

Tres jóvenes comprometidos de distintos lugares de Europa dan pistas de cómo llevar la fe a sus coetáneos. La escucha sin juicios, el acompañamiento, el ejemplo y la autenticidad son algunas de las claves que aportaron en un simposio en Barcelona. El Papa pide, en su intención de abril, que los jóvenes «respondan con generosidad a su propia vocación y se movilicen por grandes causas»

Carlota Cumella no tenía ninguna relación con Dios. Le había llegado a odiar. Le decían que tenía que volver a Él, pedirle perdón. ¡Pero si era Él el que le tenía que pedir perdón a ella! Hasta que en la Jornada Mundial de la Juventud de Madrid, en el vía crucis, al ver caer a Jesús, conectó. Ya no era un solo un Dios al que pedirle perdón; «es un Dios que sufre por mí». Ahí comenzó un camino de fe en el que el acompañamiento fue clave; de mucha gente, pero, sobre todo, de un sacerdote. «Daba igual lo que le contases, si era bueno, malo o una barbaridad, lo abrazaba todo, lo entendía todo. Para un joven no sentirse juzgado es muy importante. Cuando falleció mi madre hace dos años y medio, condujo durante nueve horas para rezar a mi lado durante diez minutos y se volvió. Gestos como este son los que convierten a un joven», explica en conversación con Alfa y Omega esta joven estudiante de 20 años que, además, forma parte del Parlamento Europeo de Jóvenes, una organización internacional implicada en resolver las necesidades de los jóvenes.

Carlota dio su testimonio ante cerca de 300 personas de equipos de pastoral juvenil de diócesis, movimientos y congregaciones de toda Europa reunidos en Barcelona por el Consejo de Conferencias Episcopales de Europa (CCEE). Junto a ella estuvieron Jona Draçini, una joven albanesa que abrazó la fe católica desde el islam, y Mate Szaplonczay, un seminarista húngaro de la Iglesia católica griega, para compartir sus experiencias de acompañamiento.

En el caso de Jona fueron las religiosas del colegio en el que la inscribieron sus padres musulmanes. Ellas provocaron, tras un proceso largo años después, que abrazara el catolicismo: «Las monjas me acompañaron durante nueve años. Son mi segunda familia. Con ellas frecuentaba el catecismo, rezaba, reía, bailaba, cantaba, jugaba… Era feliz. Lo más importante de este viaje es el hecho de que siempre me sentí con la libertad de ser yo misma y amada sin condiciones». No fue fácil en un país de mayoría musulmana y que vivió durante 50 años bajo el yugo comunista: «No era el ambiente ni el lugar más adecuado para una conversión». De hecho, algunos familiares no aceptaron su decisión.

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