«Baja a Dios de las nubes llévalo a la fábrica donde trabajas…» Era un canto del postconcilio. Pero no era algo nuevo, sino muy antiguo. Moisés lo experimentó: Ex 34. «El Señor bajó en la nube y se quedó con él allí, y Moisés pronunció el nombre del Señor.» A Dios aprendemos a nombrarle al convivir con Él. Moisés pronunció su Nombre. Y nosotros balbucimos su Nombre en cuando entablamos con Él un trato de amista, en el que llamamos a Dios por su nombre: Padre. Aprendemos a llamar a los hombres por su nombre y a tratarlos con familiaridad al comer y festejar con ellos. Jesús, con la Eucaristía, nos permite conocernos, comer y festejar con Él, con el Padre y el Espíritu.
La fiesta es el modo más gustoso para el conocimiento mutuo. Se festeja la vida. Los jóvenes tienen una gran atracción por la fiesta. En ella se fraguan las amistades, se provoca un sano conocimiento, se desvelan secretos y se recompone el sentido fraterno. La fiesta, en la fe, es necesaria. Hemos de reconvertir nuestras celebraciones, si por esclerosis han perdido su ser, en fiesta que adelanta el Reino, en banquete participativo, lleno de Palabra y comunión. En ella conocemos mejor al Señor y susurramos juntos su nombre santo: Padre nuestro. Sólo así daremos paso a que los jóvenes miren el don de Dios, que guarda y festeja la Iglesia. Festejar a la Trinidad no es devaluarla, ni manipularla, ni vulgarizarla. Es la danza de amor con Dios, danza de alegría desbordante por la salvación. Si hemos encorsetado a Dios, necesitamos devolverle su genuina alegría y belleza expresiva y comunicativa.