En este tiempo pascual, me acompaña una intuición. Me parece que a los cristianos nos falta resurrección. No la resurrección triunfalista que ignora la muerte, sino la resurrección que, habiendo penetrado a fondo el sinsentido de la muerte, reconoce que nuestro fundamento reside un poco más allá, en el indestructible impulso que nos mueve siempre a reiniciar y recrear la vida.
Nos gusta mucho, especialmente a los que somos más críticos, denunciar el pecado y la corrupción. Admiramos a quienes lo hacen desde distintas veredas. A los que hablan de las injusticias sociales, a los que denuncian el abuso, la violencia opresora, la cultura machista, la corrupción de nuestra clase dirigente, de nuestra Iglesia, la apatía de nuestro pueblo, el individualismo que nos corroe. Damos voz a la denuncia de toda clase de injusticias. Colgamos en la cruz de Jesús todas las heridas… sociales, eclesiales, personales, ecológicas. Y amplificamos su voz, para que se escuche en todas partes que los cristianos no nos conformamos con el orden injusto que sigue crucificando a tantas y tantos.Vamos tan ocupados criticándolo todo y lamentándonos del mal, que no reconocemos a aquel que nos trae vida, y vida en abundancia. Nos parecemos a los discípulos de Emaús, que cegados por el fracaso y anclados en el pasado, no pudieron reconocer a Jesús caminando a su lado.
Me parece que esto está bien. Hay que seguir haciéndolo. No hacerlo sería convertirnos en cómplices de lo que nos deshumaniza. Pero somos igualmente cómplices si nos quedamos en eso y no escarbamos más adentro, hasta encontrar el fundamento de nuestras críticas. Para los cristianos, ese fundamento no está solo en el Jesús crucificado, sino, sobre todo, en el Jesús resucitado.
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