«La conversión que tenemos que provocar para aspirar al Reino de Dios pasa por dos ejes: por la conversión personal –es decir, las personas debemos primero convertir nuestro corazón- para poder dedicarnos colectivamente a transformar las estructuras«.
(José Luis Segovia, vicario para el Desarrollo Humano Integral y la Innovación de Madrid)
Son las 10.30 del 26 de diciembre. Vacaciones de Navidad. La mañana está húmeda y perezosa, como el sol que no acaba de imponerse a la niebla. He quedado con María, mi compañera del colegio y profesora también de secundaria, frente a la residencia de la tercera edad “Parque Félix”. Estoy nerviosa y, mientras doblo la esquina del edificio, pienso: “¿Vendrán? Teniendo en cuenta la hora y el día que es, cualquiera entendería que no lo hicieran…” Pero han acudido todos. Puntuales.
Son un grupo de alumnos de secundaria, de diferentes cursos, ataviados con gorros de Papá Noel y espumillones a modo de bufandas, dispuestos a vencer su timidez y compartir un rato de conversación y de alegría cantando villancicos con los mayores de la residencia, quienes nos regalan desde el primer momento su mirada más tierna e infantil mientras sonríen, cantan y nos aplauden, a pesar de nuestros evidentes fallos técnicos. Pero aquí lo que cuenta y canta es la intención, y los ancianos se convierten en nuestro público más cómplice y benevolente.
Los alumnos y yo percibimos un afecto, respeto y gratitud que da paso, entre canción y canción, a un vínculo mágico en el que unos y otros acaban compartiendo confidencias e historias. Al despedirnos, los chavales comentan con nosotras la capacidad de los mayores para emocionarse, para reír, para ser presumidos y para bailar a pesar de la edad, pero también la tristeza que les producía pensar que muchos de ellos pasarían las fiestas solos.
De pronto, la enfermedad, la soledad y el deterioro físico y mental tienen para nuestros alumnos caras y nombres concretos y puedo leer en sus miradas y en las nuestras una reflexión profunda, un deseo de hacer y una fe en poder hacerlo. ¿No sería esto, también, una buena práctica de Cuaresma?
La mañana aún no ha terminado. Acudo junto a mi compañera a una casa de acogida. Me presenta a sus voluntarios, algunos de los cuales llevan desde su inauguración poniendo su tiempo a disposición de refugiados, mujeres maltratadas, personas sin hogar o toxicómanos y nos disponemos a repartir entre los usuarios del comedor social unas postales navideñas de sus alumnos de la asignatura de Religión de 1º de la ESO. Al leer las postales, les admira su imaginación y la calidad artística de todas ellas, pero sobre todo muchos se enternecen con los mensajes de los niños, y sus dedicatorias les remueven emociones al recordar historias duras, de desarraigo, de vidas que de repente se desmoronaron, de madres con hijos en acogida, de amenazas y malos tratos, de dependencias y que algunos quisieron compartir con nosotras, en agradecimiento a unos chavales que no conocen pero que los han convertido en protagonistas de un pequeño texto escrito. Cuánto por tan poco, pienso. Cuánto más podría hacerse.
Son las 14.30 del 26 de diciembre. Vacaciones de Navidad. Afuera el sol se ha impuesto finalmente a la niebla; y señala e ilumina, inequívoco, el camino.
Ana Esther Rubio Amigo
Profesora de Secundaria
Colegio Blanca de Castilla, Burgos