Para un creyente la Navidad es un periodo de excepcionalidad. Un momento importante que marca el inicio de algo que está por llegar. Y, tras la Navidad, el año nuevo, con nuevos caminos por explorar. Con la “lluvia en los zapatos”, como dice Leiva.
En estos días hemos visto a amigos y familia que durante el año vive dispersa y hemos compartido tiempo y espacio con personas que no forman parte de nuestro día. Incluso es posible que hayamos recibido un mensaje navideño de esa persona que dejamos atrás hace tiempo o de ese colega con el que coincidiste en una formación de la empresa.
Termina la Navidad. Vuelta al madrugón y al café a media mañana. Y al estrés, las prisas, los llego tarde, los muero de sueño, los tengo mucho que hacer… Y uno se pregunta entonces por qué no parar el tiempo en los días de vacaciones. O, en caso de no tenerlas, en esos momentos de menor actividad laboral que te dan para ir al trabajo y tomártelo con calma.
Y tras la primera semana de susto uno comienza de nuevo a acomodarse a los hábitos no olvidados, pero sí relegados en algún cajón de la memoria hasta nuevo aviso. No pasa nada. Después de la primera impresión llega la rutina. Y en la rutina encuentra uno la felicidad real.
En una sociedad lanzada a corazón abierto constantemente a por nuevas experiencias y emociones, uno encuentra en la rutina, en la cotidianeidad, incluso en lo prosaico, una tranquilidad difícilmente replicable. A veces no valoramos lo suficiente la rutina. Sin embargo, esta ocupa un porcentaje altísimo en la vida de las personas. Es en la rutina donde el niño aprende a socializar, donde el estudiante asegura su futuro, donde el adolescente fragua su carácter, donde el matrimonio asienta su amor, el religioso su misión y la vejez su tranquilidad. Es en la rutina, en definitiva, donde se escriben las grandes historias.
Y es que la rutina habla más de uno mismo que todas las excepciones juntas. Si quieres saber cómo es una persona, obsérvala en su rutina, cuando la vida es un lago en calma. Dice una mujer sabia que para conocer a alguien tienes que comer con ella un saco de sal. Hay que hacer muchos guisos al lado de una persona y aliñar muchas ensaladas para saber cómo respiramos. Yo lo reformulo un poco, con perdón: hay que terminarse un par de sacos de sal tranquilamente para conocerse a uno mismo. Con cuidado los hipertensos.
Comienza la rutina, entonces, con permiso de El Corte Inglés. Los creyentes lo llamamos tiempo ordinario. Muy ilustrativo.
Pablo M. Ibáñez