Qué triste está aquella casita de Nazaret…
Qué hueco ha dejado la partida de Jesús…
Aquella alegría, pujante de juventud, aquella sonrisa, aquel cariño… ¡Cómo llenaba la casa!
Les hace tanta falta a María y José… Resignados, haciendo de tripas corazón… ¡Son los siervos del Señor!
¡Tiene que ocuparse de las cosas de su Padre!
Dan gracias por haber convivido con Él «casi treinta años». Pero… ¡cómo le echan en falta!
Se habían acostumbrado a lo bueno…
María no hace más que pensar: ¿hará frío en el desierto? ¿dónde y cómo dormirá? ¿qué comerá? A ver si vuelve ese hijo mío… ¡Hágase tu voluntad!
Pasados ya más de cuarenta días, llegan rumores al pueblo: Jesús se ha encontrado con Juan, su primo, a orillas del Jordán, donde el joven profeta predica la conversión y bautiza para perdón de los pecados. Y que Jesús, se ha puesta en la fila, «como uno de tantos» para ser bautizado. Y que Juan se resistía, que no se encontraba digno. Pero Jesús ha insistido y, al ser bautizado, al salir del agua, algo insólito ha ocurrido. Cuentan que una potente voz del cielo proclamaba: TÚ ERES MI HIJO AMADO, EN TI ME COMPLAZCO. Y que el ESPÍRITU de DIOS, como en forma de pacífica paloma se posaba sobre Él. Y que Jesús se ha escabullido entre la gente, como si no fuera con él, que se ha ido al desierto.
Esos son los rumores que llegan a Nazaret.
María y José se miran. Y callan.
No saben qué decir. Asienten con la cabeza. Silencio muy expresivo…
Pero no parecen extrañados.
Han vivido tan de cerca, el MISTERIO, que sienten que algo empieza a desvelarse.
¡El REINO de DIOS alborea ya!