MAYO … con “flores” a MARÍA
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1521, 20 de Mayo

 “El año, pues, de 1521, estando los franceses sobre el castillo de Pamplona, que es cabeza del reino de Navarra, y apretando el cerco cada día más, los capitanes que estaban dentro, estando ya sin ninguna esperanza de socorro, trataron de rendirse, y pusiéranlo luego por obra si Ignacio no se lo estorbara; el cual pudo tanto con sus palabras, que los animó y puso coraje para resistir hasta la muerte al francés.

Mas como los enemigos no aflojasen punto de su cerco, y continuamente con cañones reforzados batiesen el castillo, sucedió que una bala de una pieza dio en aquella parte del muro donde Ignacio valerosamente peleaba, la cual le hirió en la pierna derecha, de manera que se la desjarretó y casi desmenuzó los huesos de la canilla. Y una piedra del mismo muro, que con la fuerza de la pelota resurtió, también le hirió malamente la pierna izquierda. Derribado por esta manera Ignacio, los demás, que con su valor se esforzaban, luego desmayaron; y desconfiados de poderse defender, se dieron a los franceses, los cuales llevaron a Ignacio a sus reales, y sabiendo quién era y viéndole tan mal parado, movidos de compasión le hicieron curar con mucho cuidado.

Y estando ya algo mejor, le enviaron con mucha cortesía y liberalidad a su casa, donde fue llevado en hombros de hombres, en una litera” – Vida de San Ignacio de Loyola. Pedro Ribadeneira

De esta manera tan descriptiva nos narra Ribadeneira lo que le sucedió a San Ignacio aquel 20 de mayo de 1521. Estaba Ignacio en el asedio del castillo de Pamplona del lado del ejército castellano y cayó herido por la tropa francesa que era partidaria de Enrique II que quería recuperar el reino de Navarra, los soldados franceses apoyaban a las tropas navarras. Como señala Ribadeneira, Ignacio hizo de estorbo a los capitanes que estaban dentro del castillo, porque se quisieron rendir e Ignacio los convenció para que no. Este se puede decir que fue el detonante que hizo que Ignacio cayera muy malamente herido ya que si hubiera hecho caso a los capitanes y se hubieran rendido, él no habría recibido aquella bala.

¿Cómo era Ignacio al llegar a Pamplona? Si Ignacio hubiera sido un vecino mío habría dicho de él que era “un bala perdida”. “Un bala perdida” es la persona que tiene un comportamiento extraño al orden social establecido, alocada, con una moral distinta, con la cabeza llena de pájaros, y con actitudes que pueden llegar a hacer daño a otras personas. Ignacio tenía por bandera la ambición y era arrogante, vanidoso, soberbio; le apasionaban las mujeres, la fama, el juego; su valentía era irreflexiva (como lo demuestra su actuación en Pamplona), le gustaban las experiencias límites, sólo se buscaba a sí mismo y también hizo daño a muchas personas. Todo esto era su cerrado círculo de vida y ni siquiera se planteaba querer salir de él. Seguramente habría llegado a ser un personaje importante en su tiempo, de alguna manera ya lo era y apuntaba a que iba a seguir por ese camino. Todo indicaba a que iba derecho a ir desarrollando su vida desde parámetros totalmente opuestos a los que Dios le tenía preparado. Pero a este “bala perdida”, otra bala, esta vez de piedra, se le cruzó y lo detuvo en seco.

Hay en Pamplona una Basílica muy pequeñita que recuerda este momento, tan pequeñita que no caben más de cuatro filas de bancos. Se construyó a finales del siglo XVII y es de estilo churrigueresco. Su pequeñez le viene porque en el primer cuarto del siglo XX, por una cuestión de remodelación urbanística, la Basílica se quedó sin más de un tercio de su longitud siendo así que la placa que recordaba la herida de Ignacio, y que estaba dentro del templo, quedó fuera en la calle, en mitad de la acera, delante de la puerta de la Basílica.

Dentro hay algunas representaciones de San Ignacio pero el foco más importante, la luz que centra toda la importancia del templo, es el Santísimo Sacramento que se expone las 24 horas del día y cuya Custodia es el sol jesuítico. Es el lugar de Ignacio, sí, pero por encima de todo es el lugar del Señor, allí estuvo Dios y sigue estando hoy. Un lugar donde el Silencio es la Presencia y donde todo favorece la experiencia de oración y de encuentro.

En ese mismo punto Ignacio cayó y calló, se desplomó y empezó a guardar un silencio sobrecogedor que cambiaría su vida por completo. Ese silencio sobrecogedor se impone cuando uno contempla la iniciativa de Dios, cuando uno es tocado por su mano. Cuando uno sabe que ya no hay vuelta atrás ni ninguna otra alternativa donde elegir más que dejarse conducir por Él, de lo contrario, sería entonces un morir para siempre. ¿Empezaría aquí Ignacio a oír palabras como las del Salmo para empezar a rendirse?: “Rendíos, reconoced que yo soy Dios: más alto que los pueblos, más alto que la tierra” (Salmo 46,11).

A Ignacio tuvieron que dolerle mucho las piernas, y dolerle su amor propio, y dolerle su espíritu quebrantado, pero también es verdad que estuvo rodeado del cariño, primero del enemigo francés que lo cuidó y lo llevó a la casa-torre en una litera, y luego rodeado del cariño de su familia ya en Loyola.

Estoy segura de que este afecto, junto a la lectura de libros que él no prefería porque prefería los de caballería, le aliviaría y le ayudaría ante tanto sufrimiento. También le permitiría ir haciendo el proceso de rendición que no quiso hacer en el castillo; la convalecencia le llevó a una dinámica de rendición que le hizo pasar, en no muchos meses, de estar postrado en el suelo con una bala, a estar postrado ante su Eterno Señor, delante de María y de toda la corte celestial, para hacer oblación de mayor estima y momento [EE 98]. Ignacio tuvo el mayor valor que puede tener una persona, y no lo demostró exactamente en la batalla de Pamplona, lo demostró peleando en las más duras de las batallas interiores (que sería aún peor en Manresa) hasta que resurgió de sus propias cenizas, de su propio dolor, de su propio pasado, para reconvertirse a un Bien Mayor.

En el castillo de Pamplona el día 20 de mayo murieron algunos hombres, pero Ignacio no. Sin embargo, se puede decir tranquilamente que en ese día y en ese lugar murió Iñigo López de Loyola y empezó a gestarse el nuevo hombre que llegaría a ser San Ignacio de Loyola. No obstante, tendría que pasar algún tiempo antes de que Ignacio llegase a decir con toda su alma “Tomad Señor y recibid…” [EE 234]

Sobrevivir a una bala es motivo de alegría, de fiesta y de celebración e Ignacio lo va a tener en este Año Jubilar que ahora comienza y con San Ignacio lo vamos a celebrar todos los que sabemos que con la bala, con su bala, otros muchos hemos podido reconducir nuestras vidas hacia el Señor y nos hemos dejado llevar por Aquél que todo lo puede. 500 años de agradecimiento por una espiritualidad, la ignaciana, que nos ayuda a buscar y hallar a Dios en todo, que nos posibilita sentirnos privilegiados por un Amor que no tiene fin, que, a veces, incluso creemos que no nos lo merecemos, y que nos hace querer ser, cada día, mejores para Él.

Sin embargo, aun sabiendo el beneficio que supuso la bala para Ignacio y para la humanidad, quiero terminar este artículo con los pies puestos en la tierra, mirando, como también lo hacía Ignacio, al mundo que hoy nos toca vivir. Veo las imágenes de estos días de los bombardeos entre Palestina e Israel, veo el terror de Birmania, las huidas en África, los disturbios en Colombia…y “mirando toda la haz y redondez de la tierra y todas las gentes en tanta ceguedad” [EE 106], en medio de tantas guerras y entre tantas balas, sólo me sale decir: ¡No más balas, por Dios parad!

               Que se paren las guerras,

               Que se callen las balas que pasan por encima de nuestras cabezas.

               Que griten los hombres que no tienen por qué morir

               y que los niños chorreando sangre dejen de sufrir.

               Que cesen de dar órdenes los malditos que pierden a la gente tan baratamente

               y que nadie tenga que hacer su última confesión por obligación.

               Parad. Guardad Silencio.

               Dejad que se oiga la voz de Dios en los adentros.

                                                                                                   Pilar García-Junco Mensaque