Felices van María y José al Templo a cumplir la Ley: todo varón primogénito será consagrado al Señor.
Se asombran cuando ven a Simeón, aquel hombre justo, que tomó al Niño, bendiciendo a Dios con un cántico de consolación.
También les bendijo a ellos y dijo a María, su madre: Éste está puesto para caída y elevación de muchos en Israel, para ser señal de contradicción, y a ti misma una espada te atravesará el alma…
Estaban admirados de lo que se decía de él.
La inquietud teológica por adentrarse y expresar la riqueza de la verdad revelada, nos conduce a afirmar la grandeza de María: Theotokos, Inmaculada, Assumpta est…
La piedad popular, al margen de comentarios de exégetas o patrísticos, intuye y acompaña
sencillamente el sufrimiento de María.
No falta la Pietá, sencilla, en nuestras ermitas e iglesias. Virgen de los Dolores, la Dolorosa, Virgen de las Angustias, de las Lágrimas… recorren nuestras calzadas en Semana Santa.
El quejido de una saeta quiere aliviarla y sumirse en su dolor.
La sienten, madre del Nazareno, corredentora al pie de la cruz.
MARÍA en el evangelio, es una mujer que está de pie ante el misterio del dolor. No sólo en la
cruz. Afronta el sufrimiento con entereza a lo largo de toda su vida.
También en la muy oscura noche de fe que la habita. Virgen fiel, vivió la fe en toda su dimensión de abandono y confianza.
Tras su AMÉN al anuncio del ángel y su viaje a Ain Karin, afrontaría el riesgo de pasar por adúltera, que según la ley conllevaba la lapidación. De hecho, José pensaba repudiarla al menos.
Las cosas se tuercen también en trance delicado de gestación. Tienen que viajar a Belén.
No hay sitio para ellos en la posada; quizá al ver su avanzado estado.
Sienten el desengaño y rechazo de los suyos.
Y tienen que ir a una cuadra. Una cuadra de animales; porque hay un pesebre.
Hemos sublimado esta situación de Belén, ante la alegría de ver a Dios nacido.
Pero hay que ponerse en la piel de una joven pareja, primeriza ella, sin la ayuda de Ana su madre. Sin alojo decente.
Amenazado de muerte su bebé, en huida, emigración forzosa, a país extranjero.
No es de entender el nacer de su Hijo de modo tan precario.
Ni tener que huir bajo amenaza de muerte…
Ella también resiente los llantos de Raquel por los hijos muertos…
No se le ahorra la fe en esos treinta años en que todo parece corriente, vulgar… excepto la angustia de perderlo durante tres días.
Es en Nazaret donde quieren despeñarlo al comentar en la sinagoga el pasaje de Isaías.
Lo toman por loco, por arte de Belcebú actúa… Y ella va en su busca.
Empieza a resonar en su corazón de madre, la animadversión que algunos sienten por Él.
Es verdad que la gente sencilla lo escucha con avidez. Que le busca y le sigue porque los cura.
Pero la oposición de los importantes de la sociedad, escribas, fariseos empieza a cernirse ya
frontalmente.
Percibe como se densifica hasta llegar al Sanedrín. Y los sumos sacerdotes del templo.
La «pasión» de María, aquella espada, que le profetizara Simeón, atraviesa ese corazón de madre.
Siente la traición de Judas, la renegación de Pedro, el abandono de sus íntimos… La parodia del juicio romano, el desprecio de la sociedad de Herodes, la comparación con Barrabás, la sentencia injusta, los azotes, los gritos: crucifícale, crucifícale.
La vemos en la vía sacra, hasta la Cruz: testigo de aquel horror: stabat mater dolorosa…
Como Jesús, rezaría aquel salmo: «Dios mío, Dios mío ¿por qué me has abandonado?»
Desolada, María ha atravesado las «cañadas oscuras» en pura fe desnuda, oscura.
Quizá como Jesús ha sentido las dentelladas de la tentación… Al menos no puede comprender.
Solo la entereza de la fe, fortaleza del Espíritu, la mantiene en aquel AMÉN, reiterado, a fondo perdido; la sostiene en ese padecer, en esa hora de las tinieblas, juxta crucem, junto al Hijo.
Mª Teresa Zugazabeitia, FI