El ser humano, susceptible de educación, lo es también de perversión, por esto la Iglesia que lo sabe, porque es Madre y Maestra, cada año dedica un tiempo a la cuaresma, un tiempo hábil para poner al mal en su sitio, para mirar a la vida con los ojos de Dios, un tiempo para una buena gimnasia espiritual, para recuperar alguna deficiencia, para una intervención quirúrgica, si se precisa por la radicalidad de un hecho, o meramente para quitar el polvo que se nos pega siempre al andar por los diversos caminos de la vida. La cuaresma siempre es un buen ejercicio de realismo y de esperanza que nos recuerda que el mal nunca tiene la última palabra, si uno no quiere, y que Dios tiene por nombre Misericordia.
Es tal la grandeza del ser humano que merece la pena no empañarla con nada. El mal es “mal” porque hace daño, porque estropea la persona y ya Menandro reconocía admirado “¡Ser hombre! ¡qué cosa tan maravillosa, si es verdaderamente hombre!” es decir, si se ha optado por el bien, si se ha elegido la felicidad de manera adecuada, si se llega a ser lo que se es: persona humana.
Educar es ofrecer a los alumnos las herramientas necesarias para saber elegir y decidirse por ser persona, por el bien, de tal manera que a lo largo de toda la vida, ante la doble experiencia que se presenta siempre al ser humano entre lo que “debe” y lo que “quiere”, sea capaz de hacerlos coincidir, porque en ello radica la felicidad y buscarla fuera, potenciando solo uno de los dos verbos, es siempre alejarla. La felicidad tiene muchos buscadores y algunos no saben que es fruto de esta buena relación entre lo que quiero y lo que debo, de la buena gestión de las inteligencias concedidas, de la capacidad de llegar a ser el proyecto ilusionado con el que Dios nos creó.
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