Desde pequeños nos concienciaron del impacto que tendrían en nuestra vida los estudios, las notas y los idiomas para encontrar trabajo y llegar a ser “grandes profesionales”. Ahora, en un entorno completamente cambiante, resulta que lo importante, tanto a nivel personal como profesional, es ser personas capaces de controlarse, adaptarse, innovar, comprometerse o liderar; y en absolutamente cada una de esas competencias existe un elemento común: las emociones.
Llevo años analizando el comportamiento humano y la comunicación de las personas, hasta el punto de comprender que la excelencia, hoy en día, es inconcebible sin atender a la emoción. Un término tan amplio que, ni siquiera los investigadores hoy en día, se ponen de acuerdo para definir. No obstante, sí coinciden en algunas características. Hoy quiero destacar dos: se contagian y no se pueden ocultar.
Si yo no puedo ocultar mis emociones -emociones que puedo tener por vivir una experiencia, recordar un momento de felicidad o ver a otra persona emocionada-, es fácil entender que, en gran medida, las personas no somos lo que somos, sino que somos las emociones que comunicamos. Algo tan ilusionante como peligroso.
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