Los hombres de Boko Haram vienen por la noche, con el rostro cubierto y las armas bajo el brazo. Así describen Ajibrilla Mbodou y Ajanafa Ali a los milicianos del grupo terrorista que desde 2009 siembra el terror en la cuenca del Lago Chad y cuya violencia ha provocado que siete millones de personas sufran necesidades humanitarias, cinco millones estén en peligro de hambruna, 2,5 millones de desplazados y refugiados, más de 150.000 muertos. Por lo demás, apenas saben qué es lo que motiva a la secta islamista que les tuvo secuestrados durante más de un año.
Mbodou y Ali llevan algunos meses en el campo de desplazados internos de Melea (Chad). Para llegar a la ciudad más cercana, Bol, hay que recorrer unos 18 kilómetros por una destartalada carretera de arena. Hace un año, este lugar era tierras baldías. Ahora está poblado por miles de personas, en su mayoría provenientes de las islas del Lago y de etnia buduma, que tuvieron que escapar de Boko Haram.
Ajibrilla Mbodou apenas tenía 15 años cuando se vio obligado a dejar su hogar y seguir a los terroristas. Lleva tres meses en Melea con su familia y por el momento no piensa en volver a su isla natal, Galoa. Supone que ya no quedará nadie allí desde que hace dos años el grupo yihadista puso patas arriba la vida de los lugareños.
Este adolescente, el segundo de nueve hermanos, contribuía a la economía familiar ayudando a pescar o fumigando el pescado que luego se vendía a Nigeria. No estudiaba —ni siquiera había escuela en su pueblo—, pero le gustaba jugar al fútbol en los ratos libres.
De repente todo cambió. «Ellos» llegaron durante la noche y atacaron el pueblo. Eran una veintena y cortaron el cuello a un hombre acusado de haber criticado a Boko Haram. Dijeron que los que no les siguieran acabarían igual.