Pasar una hora en la puerta de llegadas internacionales de los aeropuertos es una gran terapia para fortalecer nuestra fe en la humanidad.
El domingo a mediodía me fui al aeropuerto a recibir a dos amigas de Perú a las que alojaba en mi casa. Su tardanza causó que estuviera dos horas en la puerta de llegada de los vuelos internacionales. Los domingos no son día para la impaciencia y además pronto la dinámica de las llegadas me absorbió.
A mi izquierda había un grupo familiar con una larga pancarta de bienvenida. Los niños competían con sus abuelos en nerviosismo. Otra chica tenía un cartón en el que había pintado un enorme corazón atravesado por “Te Amo”. Por todos lados había gente que saltaba de un pie a otro esperando a los suyos. Era la hora de los grandes viajes desde Latinoamérica y Asia. Más de un centenar de personas estábamos al otro lado de la pequeña barrera que dejaba un buen espacio para salir por la puerta 11 de la Terminal 4 de Madrid.
Gente de toda condición y edad no perdía de vista la puerta y en cada persona que salía buscábamos el rostro de nuestro pasajero esperado. De repente tres niños salen disparados pasando por debajo de la barrera y se lanzan contra su madre, que acababa de salir. Dos adolescentes les siguen y todos se funden en un abrazo con su madre, que no deja de besarles. Lloran. La verdad es que me emocioné.Los domingos son días en el que al corazón le dejas pastar suelto por la pradera, fuera del corral.